Con la ventaja que nos supone el tener un teléfono móvil, la tentación -u oportunidad- de capturar prácticamente cualquier cosa que vemos -o vivimos- es fuerte pero, aunque podríamos decir que eso es fruto del estar en una era que nos permite registrar todo, al mismo tiempo, esa accesibilidad nos quita lo más valioso:
Vivir, gozar lo que estamos viviendo.
Por la ansiedad de querer capturar todo, muchas veces tomamos el smartphone frente a un amanecer, en lugar de verlo. Grabamos nuestra canción favorita al estar en un concierto, en lugar de cantarla. Le tomamos foto a ese lugar que queríamos conocer, en vez de conocerlo.
Es decir, preferimos registrar los hechos que experimentarlos.
Y eso no es bueno.
No es bueno porque no sentimos realmente lo que, momentos más tarde, le diremos al mundo -al compartir en redes- que disfrutamos (y aquí viene parte del error): la constante enfermedad de compartir todo en redes sociales.
Y, por querer subir nuestras experiencias de vida, esas anécdotas que podrían haber sido extraordinarias, se quedan reducidas a los pixeles de una foto o a los likes que recibes.
Y para recordar, de verdad, con todos los olores, texturas y sensaciones es necesario haberlo vivido de verdad. Es decir, para poder tener en nosotros la capacidad de evocar en nuestra memoria algo que experimentamos tenemos que haberlo hecho de verdad.
Ojalá poco a poco entendamos que, aunque es lindo ver la foto de un lugar que conocimos en un viaje no hay nada como el cerrar los ojos y transportarnos, con nuestros recuerdos, a aquél sitio.
Eso no se consigue con fotos o likes sino únicamente cuando estuvimos ahí de verdad dedicándonos a estar ahí.
Imagen | Protocolo IMEP