Dos mil quince inició, tristemente, poniendo de moda la palabra libertad; el atentado a las instalaciones de una revista de sátira francesa (Charlie Hebdo) el miércoles siete de enero incitó, a nivel mundial, a la reflexión en la relevancia y necesaria vigencia del fundamental derecho a expresarnos.
Las creencias religiosas de los individuos suelen ser siempre tema de debate; como estudioso del fenómeno religioso debo de no validar ni invalidar a ninguna deidad (todas tienen, por así decirlo, el derecho académicamente de suponer que existen) pero no por ello me limito a cuestionar e indagar incisivamente la conducta de los fieles.
Claro que, pese a la línea anterior, considero válido el criticar no únicamente los comportamientos de los creyentes y el cómo muchos de ellos tergiversan la Palabra en la que dicen sostener su fe, sino también cómo hacen uso de la manipulación de su compendio de dogmas para justificar o incitar a ciertas acciones en el que la mayoría de los casos no tienen ni una coma de parecido con lo que oficialmente dice la doctrina siempre y cuando con mi crítica no incite a la alteración del orden público.
Y aunque es permisible y necesario manifestar nuestra opinión -crítica, validación o burla- ante cualquier idea, postura filosófica, política o religiosa siempre abogo a que sea respetando al otro; quiero decir, criticar la manera de ver el mundo más no quién lo mira aunque, cuando tocamos el apartado de creencias en Algo la mayoría de las veces, lamentablemente, el fiel considera como personal el ataque.
Rescato parte de la definición moderna de blasfemia según el Catecismo de la Iglesia Católica: […] es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión […], CIC 2148; sí, muchos dirán que a lo largo de la historia la organización con sede en Roma ha sido quien ha buscado, so pena de muerte, atacar tal conducta pecaminosa pero dándole el beneficio de un cambio de opinión, vemos una importante y llamativa definición.
La justificación del asesinato de doce personas en la capital francesa de mano de yhijadistas fue la defensa del santo nombre de Dios y de su profeta Mahoma mismo que, según el movimiento, fue agredido al momento de dibujar en forma burlesca –aunque lo mismo hubiera aplicado si en la viñeta colocaran la frase “el verdadero dios es Alá”– el rostro del profeta Mahoma.
Sí, quizá no solo es ofensivo ver el rostro de Mahoma -que el Islam prohíbe dibujar- sino también pueden resultar incómodas frases como “es difícil ser amado por idiotas” en la boca gráfica del mismo pero nada, absolutamente nada, valida usar balas contra ideas-viñetas y más aún, asesinar por expresar una opinión contraria a un conjunto de creencias.
Eso sin duda es la más grande blasfemia: atentar contra lo más sagrado del ser humano como lo es el decir lo que se piensa.
Pero así como no se justificará nunca el extremismo/fanatismo religioso como consecuencia de no practicar las doctrinas de un grupo específico -aunque fuese mayoritario en un determinado país– jamás es válido catalogar, como muchas veces se hace, a todo creyente como igual al fanático.
A lo largo de mi avanzar como estudioso de las religiones he descubierto una gran verdad: que para juzgar a una religión tenemos que hacerlo desde y por medio de su compendio de doctrinas y no a razón de las acciones de sus fieles.
Y es que pese a que las grandes religiones tienen como mínimo -en su mayoría- un conjunto específico de cánones y una doctrina claramente marcada el entorno, el grado del sentir religioso, la cultura y demás elementos específicos de cada creyente a lo largo del globo hacen que viva y exprese su fe de maneras muchas veces contrarias o matizadas diferentemente a lo que su catecismo reza.
Nuestro derecho termina donde comienza el del otro pero así como puedo expresar mis creencias o posturas (sin afectar a la lícita convivencia social) así el otro tiene el derecho de cuestionar las mías, agredirlas e incluso mofarse pero sin imponer su postura y mucho menos atentar a cualquier grado contra mi vida.
“La libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere escuchar” (George Orwell)