Dicen que es mejor una verdad que duela a una mentira que ilusione pero en algunas circunstancias pareciera que eso es muy difícil de llevar a la práctica.
Bien sea porque decir una mentira piadosa –como se le conoce– es mejor que lastimar a alguien o, como ocurre en fechas decembrinas, porque toda la sociedad –o una gran parte– decide, el ser cómplice de una fantasía…
A principios del mes de diciembre (de dos mil catorce) la publicación de una aplicación para teléfonos móviles me hizo pensar un poco. La App en cuestión se llama SantApp y tiene la virtud de, por medio de algunas configuraciones personalizables, crear una experiencia completa que haga creer, a un niño ó hasta tres, que detrás de la puerta se encuentra Santa o los Reyes Magos dejando sus regalos.
Cuando probé dicho programa (apagué luces y puse el móvil a modo para vivir la función) hubo algo que, sin duda, desencadenó éste post: la reacción, tan diferente, de una amiga y la mía.
Por su parte mi amiga (creyente) comentó que era una linda manera de mantener viva la creencia en Santa Claus y que, en resumen, la idea era fenomenal. Yo, por su parte, aunque me gustó la App dije que de haberlo podido escoger optaría por, de niño, saber de antemano que los que llevaban los regalos al pino eran mis papás.
Y no, no soy una especie de Grinch pero creo que formar y crear ilusiones –fantasías– no es algo bueno, sino todo lo contrario; por este punto, como analista de la religiones, creo que la fe (en cualquier credo, pero sobretodo en la vertiente cristiana) de la mayoría de las personas no tiende nunca a madurar (a una experiencia-conocimiento teológico-práctico) puesto que desde los inicios de la formación doctrinal -de niños- se les educa por medio de las alegorías bíblicas de la Creación y demás.
Pedagógicamente hablando se dice que usar metáforas para explicar a una deidad y a su respectivo poder o actuar es la manera más fácil de acercarse a ella –por ésa tendencia “natural” del ser humano a antropormofizar todo– pero, siendo crudos, cuando uno se topa con la realidad -que no existe Santa ó que Adán y Eva son un elemento literario, sin más- muchos suelen entrar incluso en una especie de shock de credo.
Las ilusiones, al fin y al cabo, se mantienen del aire y aunque la justificación dice que es sano que los niños esperen mágicamente algo, al final de cuentas, al menos desde mi sencilla opinión, es un poco contraproducente; sobretodo cuando se aplica dicha ilusión a los mitos del Antiguo Testamento bíblico.
Si se ve que decirle a los niños que Santa no es real no causa a la largo un complejo digno de ser tratable por un psicoanalista, quizá decir que Job es un personaje creado para expresar la confianza a la divinidad ante incluso las adversidades no cause más que un “ahh” -si se dice a una edad primaria-.
Volviendo a la Navidad; #SantApp no es más que una readaptación o modernización de la ilusión de que alguien mágico trae obsequios. En la página web del desarrollador reza como slogan la frase: Dicen que la tecnología está robando la inocencia a los niños. Ésta vez contribuirá a devolvérsela.
Simplemente leerlo me genera espanto. Suena a timo, a que se burlan de los pequeños.
La inocencia… un buen sinónimo a esa frase es ingenuidad y ésa palabra (ingenuidad) suele calar mucho y es porque de verdad vivir en un cuento de hadas no es sano, ni bueno. Y mantenerlos tampoco.
Si viviéramos en una sociedad que luchara por cada vez más alejarse de la fantasía para poner los ojos y pies en la Tierra sin duda el mundo sería muy diferente: enfocarnos en lo que puede ser o nos gustaría que fuera (con utopía) hace que las personas o añoren el pasado o persigan el futuro pero que no vivan en el ahora.
Es curioso que aunque cada vez se hace menos rentable la religión –como institución– y pese a que las creencias se vuelven cada vez más tenues, la necesidad natural del ser humano de creer en Algo (ya sea trascendente o intrascendente; divino o mundano) conduce a los adultos a intentar refinar dicho instinto en los más pequeños ya sea con el Ratón de los dientes, Santa Claus o con Caín y Abel.
Nos negamos, aún en pleno siglo veintiuno, a aceptar al mundo tal cruel es: crudo pero con el poder en nuestras manos de disfrutar cada momento al máximo y hacerlo, dentro de la realidad, de un color agradable.
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